La fe, nos
constituye antropológicamente, pues todo el proceso que nos hace humanos brota
ineludiblemente de una apuesta, a menudo intuida, de confiar en lo que nos
rodea. Pero, esa certeza básica en la que nos sustentamos está siempre cultural
y personalmente situada y sobre todo está atravesada por la afilada espada de
la experiencia del mal, que se hace límite, fracaso, impotencia y dolor,
poniéndonos contra las cuerdas del sufrimiento más veces de las que nos gustaría.
Este tiempo que
nos toca vivir pone a prueba nuestro modo de creer quebrándose muchas de
nuestras seguridades y poniendo patas arriba la confianza básica en el mundo
que habitamos. El sentimiento de
impotencia que nos sobrecoge ante el dolor, la muerte y el miedo a ese futuro
incierto que parece quebrar hasta las pequeñas seguridades cotidianas nos hace
sentirnos a la intemperie, sin nada donde agarrarnos.
No es fácil
afrontar este momento y mantener erguida nuestra esperanza. A nosotras mujeres y
hombres creyentes del siglo XXI, también nos acobarda la espera, la
incertidumbre, el miedo que aquel primer viernes santo acompañó a Magdalena, a
Pedro, a Salomé, a Juan y a tantos otros compañeros y compañeras, hoy para
nosotros anónimos, que contemplaban atónitos/as la cruz hiriente y herida de su
maestro. Aquella cruz sin sentido a la que nos ferramos cuando no entendemos el
dolor inmenso que sufre la humanidad en este tiempo, el que brota de tantas
vidas quebradas por la pandemia, por la pobreza, por la desesperación.
Muy a menudo a
lo largo de la historia de la teología y de la praxis cristiana se ha acudido a
la cruz como el lugar de la resignación, de la expiación, o lo que es peor del
rescate sangriento de nuestros pecados. Sin embargo, la cruz no justifica el
sufrimiento, ni es voluntad de Dios porque la cruz es todo lo contrario a lo
que Dios quiere. Pensar que Dios necesitó que Jesús muriese en una cruz es no
haber entendido su mensaje. A Jesús lo mataron por anunciar un Dios que siempre
actúa con misericordia y bondad, un Dios que molestaba a quienes habían puesto
sus seguridades en sus ritos o en sus armas.
En la cruz de
Jesús, parafraseando a Bonhoeffer, Dios permite que lo echen del mundo, pero
solo así puede estar siempre de nuestra parte. En la cruz de Jesús, Dios sufre
el rechazo y el abandono. En la cruz de Jesús Dios demuestra que el mal que
pretende destruir la vida no tiene la última palabra, porque del sin sentido solo
nos rescata el amor que hace creíble la esperanza y la utopía.
Y como lucidamente
afirma Ivone Gevara:
“La
trascendencia y la inmanencia del mal me invitan a vivir a Dios de otro modo y
tal vez a hablar de otro modo de la Buena Noticia. Los discursos menos
absolutos, los discursos de la incertidumbre o de la diversidad parecen más
adecuados en estos tiempos difíciles. El discurso poético, aquel que revela y
oculta las cosas también parece adecuado para curar las heridas y para ayudar a
buscar, en esta especie de “tragedia” común, caminos para aprender a vivir
juntos.
La
trascendencia/inmanencia del mal me anima a convertirme a la realidad que
percibo, esa realidad mezclada, confusa, en la que ninguna palabra puede ser
definitiva, en la que ningún Dios puede ser todopoderoso, ningún bien,
totalmente soberano, y ningún mal, la última palabra de la vida.” (Ivone Gevara, El rostro oculto del mal. Una teología desde la experiencia de las mujeres. Trotta, Madrid, 2002).
Y al final como diría
el profeta Isaías: “si no os arriesgáis a creer, no experimentareis que sois
sostenidos” (Is 7,9).
Gracias hermana por esas reflexiones de estos días que nos ayudan a acercarnos al Dios de Jesús en nuestra propia vida y en nuestro hoy. Gracias por esa mirada de Esperanza y de Amor profundo que estas trasmitiendo desde Dios. Un abrazo. unidas en la oración Pilar Meneses ssj
ResponderEliminarMuchas gracias Pilar. Un fuerte abrazo Pascual
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